Los capítulos de la segunda tragedia del bicentenario

Ago 16, 2010

Comenzó como un zumbido, seguido de un golpe sordo y una nube de polvo, en una faena minera olvidada en el desierto de Atacama. Los primeros en llegar fueron los familiares de los 33 mineros atrapados. En poco más de 48 horas, el avión presidencial aterrizaba en el aeropuerto de Copiapó, se movilizaban maquinarias de las principales mineras del país para intentar un rescate incierto y la mina San José pasaba a ser el principal foco de atención del país. A seguir, el relato de la semana más dramática después del terremoto del 27 de febrero.

(La Tercera) Lo que comenzó como un zumbido, seguido de contenidos gritos subterráneos, terminó con un golpe sordo y una nube de polvo saliendo de la boca de la mina San José, un centenario pique minero de oro y cobre, ubicado junto a su hermana bastarda, San Antonio, en los dominios de la minera San Esteban Primera S.A., situada a unos 48 kilómetros al noreste de Copiapó, tras tomar el desvío a Galleguillos.

Coincidentemente, sus dos dueños, Alejandro Bohn Berenguer y Marcelo Kemeny Füller, estaban ese día en la región. Alertados por el gerente de minas Pedro Simunovic, subieron de inmediato a la obra, percatándose de que existían varios escurrimientos en el pique. No hubo dos opiniones. En jerga minera, la mina -con una espiral de túneles de ocho kilómetros de largo y una profundidad de casi 800 metros- se estaba «asentando» y no se sabía, hasta ese minuto, hasta qué piso se había desmoronado.

Un grupo de trabajadores trató de ingresar por segunda vez a través de la rampa, pero el polvo -el impenetrable polvo atacameño- no les permitió ver más allá de sus narices. Se esperó que éste decantara. Sólo al cuarto intento, los improvisados rescatistas se dieron cuenta de que la rampa estaba totalmente bloqueada.

Eran las 17.30 horas. En primer término, por las papeletas de control de entrada, se pensaba que eran 35 los trabajadores atrapados. De haber corrido a tiempo, concluían sus compañeros, podrían estar en un refugio de 50 metros cuadrados, ubicado a unos 700 metros de profundidad. En el habitáculo -siempre en teoría, claro está- había oxígeno, agua y comida para dos días.

Kemeny y Bohn, que también son cuñados, bajaron entonces por la ruta hasta un sector conocido como «los neumáticos», a pocos kilómetros de la mina, donde sí había señal de teléfono celular. Sólo ahí se dio aviso a Bomberos de Copiapó -que los derivó a Caldera-, Sernageomin, el Gope de Carabineros y las brigadas de las minas Pucobre y Carola. La llamada a los familiares fue postergada hasta última hora.

El rescate comenzó alrededor de las 12 de la noche e intentaría hacerse a través de la chimenea principal.

La noticia se esparció con rapidez. El Presidente Sebastián Piñera se enteró del desastre por una llamada del ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, cuando llegaba a Ecuador, la primera parada que debería haber culminado con su asistencia al cambio de mando en Colombia. «Son demasiados», dijo el Mandatario, ordenando al ministro de Minería, Laurence Golborne, quien lo acompañaba para la suscripción de dos convenios mineros con el gobierno ecuatoriano, agilizar las firmas por la mañana y partir al Norte Grande.

Golborne había sido informado paralelamente, a través de un mensaje de texto de su subsecretario, PabloWagner, a quien le ordenó viajar a la zona.
A las cinco de la mañana, Bohn y Kemeny hablaron con los primeros familiares en asomarse por el pique, alrededor de unas 50 personas, que partieron raudas al yacimiento. El encuentro fue tenso. «Algunos de ellos estaban muy ofuscados», recuerdan.

Cuando Wagner llega a la mañana siguiente a la mina, se encuentra con un panorama de caos y trata de ordenar las cosas. Más tarde se comprobaría que eran 33 los mineros atrapados: el 34 fue encontrado durmiendo borracho en el desierto.

En un nervioso vuelo de Taca, con escala en Lima, Golborne arribó a Santiago la noche del viernes y, en un avión de la Fach, se desplazó a Copiapó junto a la ministra del Trabajo, Camila Merino. Estuvieron en la mina a las 4 de la madrugada del sábado.

Dos razones decidieron al gobierno a meterse de cabeza en el desastre. La primera fue un dato estadístico aportado por Wagner: era el peor accidente minero en casi 50 años. La segunda, la constatación de que Kemeny y Bohn no eran, bajo ninguna perspectiva, capaces de concretar el rescate sin ayuda externa. «A simple vista, eran amateurs», fue el juicio de las autoridades.

El sábado por la mañana comenzó la guerra de nervios. A las 9.00, Ena von Baer y el ministro Hinzpeter hablaron para intercambiar información, pues desconocían lo que había pasado durante la noche.

En la mina, Golborne y los expertos coincidieron en la apuesta por atacar la mina a través de la chimenea, un espacio vertical que es la ruta lógica más corta hacia el refugio. También se hicieron presentes la senadora Isabel Allende (PS), los diputados Lautaro Carmona (PC), Giovanni Calderón y Carlos Vilches (UDI).

Ni pena, ni miedo

Ni pena ni miedo, escribió Raúl Zurita hace casi 20 años sobre el Desierto de Atacama. Con sus tres kilómetros y sus 400 metros de ancho, es el poema más grande del mundo y fue hecho para ser visto desde el cielo. San José da fe hoy de que el vate se equivocó, porque lo único que ha podido verse en estas tierras es precisamente eso, pena y miedo, como amarga antesala de una desolación sin nombre.
Las expectativas, cierto es, eran demasiado altas. Los avances a través de la chimenea, alentadores. Pero todo se quebró en cosa de segundos. El sábado, tras retomarse las labores de rescate, la aventura por la chimenea de ventilación consiguió llegar a cien metros del sitio en que se estima estarían los mineros.

Ese mismo sábado, en Colombia, Piñera, visiblemente preocupado y con un acentuamiento de sus tics nerviosos, decide volver a Chile. Según contó un integrante de la delegación, se reunió con el ex presidente Andrés Pastrana en la mañana. En todo minuto consultó su teléfono en busca de algún mensaje con noticias de la mina.

Cerca de las 11.00, el Mandatario llamó a uno de sus ministros y le advirtió «Viajo hoy. Preparen todo porque me voy a la mina, y si me quieren decir que no, les aviso que ya lo hicieron, pero voy igual».

Al mediodía, en una reunión con la comunidad chilena residente en Bogotá, el Presidente pidió un minuto de oración por los mineros.

Pocas horas despues, la propia mina, sin embargo, no escuchó tales ruegos y el ducto de ventilación colapsó, amenazando la vida de varios de los 40 rescatistas. A eso de las 15 horas, Golborne lloró amargamente ante la brutal postal de fracaso y miedo que ofrecía la bocamina. La información que él manejaba era que en el fondo del túnel no había oxígeno.

El Mandatario ya había subido al avión presidencial rumbo a Santiago, vía Guayaquil en el vuelo del mediodía. Consigo llevaba una minuta con toda la información de las minas San José y San Antonio, incluyendo datos técnicos sobre el derrumbe, accidentes anteriores, fiscalizaciones y hasta un perfil de los dueños.

Apenas aterrizó en Guayaquil, recibió la llamada que tanto temía. El plan había fracasado. Preso de los nervios y ostensiblemente golpeado, fumó un cigarrillo mientras en el pique San José se buscaban salidas alternativas en una vertiginosa carrera contra el tiempo.

Paralelamente, en Santiago, después de asistir juntos al funeral del padre del senador Andrés Allamand, Von Baer y Hinzpeter miraron sus teléfonos celulares. La vocera tenía cinco llamadas perdidas. El ministro, ocho. Algo había pasado.

Golborne recibió un llamado de Von Baer. Devastado por la congoja, sólo atinó a hacer una sentencia y una pregunta. «Esto se está convirtiendo en un infierno, ¿por qué?», inquirió.

Azuzado por los propios rescatistas, el ex gerente general de Cencosud se recompuso a duras penas y enfrentó a los familiares. «Tengo mucha pena, esto me toca el corazón. El camino que teníamos, se ha cerrado», dijo Golborne. Una señera impotencia y los llantos de las madres terminaron por quebrarlo, tras lo cual fue increpado por los familiares. «No llore. Usted debe dar el ejemplo», le gritaron.

-Lo sé, pero las esperanzas deben ser realistas -respondió el ministro.

La noche del sábado, pasadas las 20 horas, el Presidente aterriza en el aeropuerto de Copiapó y se reúne con Golborne, Merino y el titular de Salud, Jaime Mañalich.

En la reunión, el ministro de Minería expone en una oficina de la Dirección de Aeronáutica y dibuja en un pizarrón los detalles de lo que estaba ocurriendo en la mina. Piñera hace numerosas preguntas y consulta sobre las vías de rescate.

Al final, solicita quedarse a solas con sus ministros y les anuncia que va a subir a la mina. Desoyendo los consejos de no subir a las faenas, por el beligerante ambiente que existía en el campamento y la imprevisible respuesta que podría tener la gente, se desplazó en una caravana hasta la excavación que hoy tiene a todo Chile con el alma en un hilo.

Incluso, Wagner había hecho un desesperado intento por hacerlo cambiar de opinión: trató de convencer al Presidente en el aeropuerto. Golborne también tenía una opinión contraria: el temor apuntaba a repetir la experiencia de Michelle Bachelet para las inundaciones de Chiguayante. Aquella vez, la ex presidenta sufrió un revés de popularidad.

En el campamento, Piñera se reunió con un reducido grupo de representantes de 10 familias, lo que acrecentó la molestia de los excluidos, mientras el Gope y la PDI montaron un operativo para cercar el lugar. Tampoco fueron invitados parlamentarios de oposición. Sí estuvieron el senador Baldo Prokurica y el diputado Carlos Vilches.

Pese a que el Presidente comprometió su palabra de que no habría recursos sin gastar ni esfuerzos sin hacer, con tal de sacar a los mineros con vida, las familias no quedaron conformes y comenzó a gestarse una revuelta.

Tras la partida de Piñera y visiblemente alterados, un enjambre de personas recorrió los exactos 156 pasos que separan el campamento de la valla de ingreso a la minera. Los gritos eran confusos, pero el mensaje claro y preciso: demandaban la comparecencia de un responsable de la compañía.

Media hora más tarde, escoltado por carabineros, el gerente Simunovic caminó hasta la carpa principal y trató de hilvanar un par de frases que los gritos de reproche se encargaron de silenciar. La gente quería que hablara fuera de la carpa, donde todos los familiares pudieran escucharlo. Una vez allí, esta vez instalado sobre el pick-up de una camioneta, los insultos arreciaron. Simunovic transpiraba y sólo la inesperada entrada en escena del presidente de la Sociedad Nacional de Minería (Sonami), Alberto Salas, evitó el estallido.

-Soy minero, como ustedes. Empecé de pirquinero. Por favor, créanme -pidió Salas, mencionando por primera vez el concepto de sondaje, el mismo que las familias pedían a gritos desde la jornada anterior. Salas también anunció que venían en camino cinco perforadoras. A través de éstas se taladrarían pequeños ductos de poco más de 15 centímetros de diámetro, a través de los cuales se podría aprovisionar al grupo de agua y alimentos. Con un avance teórico de cien metros diarios, las máquinas podrían «romper» en el plazo de una semana.

Muchos, si no todos, cuestionaron el retraso

Don Alfonso Avalos, el padre de Florencio y Renán, los dos hermanos atrapados, preguntó por qué no permitían ayudar en el rescate a gente que sí conoce la mina.

«Ustedes tienen muchos títulos, pero nadie conoce la mina como la gente que se saca la mierda trabajando ahí todos los días», gritó una mujer, respaldando tal premisa.

Al día siguiente y a solicitud de los familiares, fue incorporado como jefe de rescatistas el ingeniero Miguel Fortt, con vasta experiencia en Chile y Australia. Fortt había llamado insistentemente para ofrecer sus servicios, pero sólo se le contactó tras una entrevista que dio a radio Nostálgica de Atacama.

La maquinaria de rescate debía llegar lo antes posible. A partir de ese minuto, Codelco y 11 mineras privadas se involucraron en el rescate. Debido a los insistentes problemas con la comunicación satelital, la jefa de gabinete de Golborne, Luz Granier, asumió la responsabilidad de hacer de nexo. El ministro, asimismo, viajaba diariamente desde la mina a Copiapó, para agilizar las retroexcavadoras y perforadoras.

También se tomó una decisión comunicacional que traía un mensaje entrelíneas: no habría más conferencias con los dueños de la mina, como se hizo el segundo día. El gobierno no era su aliado. También se les pidió dejar de usar parkas rojas: se confundían con el símbolo gubernamental de la reconstrucción.

Fue un minuto, tan sólo un minuto, en que los 300 habitantes de este campamento maldito entendieron -entendimos- que la única escapatoria posible era no ceder ante ese amargo abatimiento que se deslizaba por los cerros, siempre seguido de silencio, quebranto y solitarias aves de carroña.

El domingo, día de un curioso remanso de paz, un rescatista voluntario habló con los medios y con todas las familias que se acercaron a él. La perforación avanzaba más rápido de lo esperado. El contacto con los mineros sería, con bastante seguridad, esa misma noche. El rescate final tardaría dos meses.

Un halo de esperanza volvió a iluminar el campamento. La algarabía cundió. La gente, conocedora de los plazos medievales que se manejan en estas circunstancias, bien sabía que sacar a los suyos de la mina podía tomar meses. No le importó. Estaría aquí para ellos. Lo importante era verificar -a través de las sondas- que sus parientes y únicas fuentes de ingreso estaban con vida y hacerles llegar agua, alimentos, medicinas y abrigo.

«Ustedes ven a cualquier huevón con casco y lo entrevistan como si fuera un experto», se quejó esa misma tarde uno de los asesores del comité técnico.

La esquizofrenia era abismante. El desbarajuste emocional provocado por la escasez y el desorden de la información trajo consigo una nerviosa rebelión anímica. En situaciones como estas, no saber lo que pasa es el principal castigo, y el desierto se troca por el infierno en un dos por tres. La lógica de la desgracia es aplastante: cuanto más entrampado, más inclinada la pendiente. En San José todo era una bruma sin dirección y sin sentido.

Ese mismo domingo, Piñera -tras una actividad por el Día del Niño- contactó personalmente a André Sougarret, gerente de operaciones de la mina subterránea El Teniente, para que se hiciera cargo del comité técnico de expertos. Se necesitaban cabezas visibles y Sougarret era el hombre preciso.

En Santiago, por la tarde, a las 17 horas, se reunieron en la oficina de Hinzpeter, éste, Larroulet, Von Baer, el subsecretario de Interior, Rodrigo Ubilla, y varios asesores de Minería. Se toman cinco decisiones: la relación con los familiares y la responsabilidad de que tengan todo a su disposición queda en manos de la intendencia, el comité de expertos quedará a cargo de Sougarret. Se encomienda también a Merino que vea las alternativas para los trabajadores que no están, por razones obvias, cumpliendo labores.

Se vieron nuevos planes de rescate y plazos. La ministra Merino llegó pocos minutos después e insistió con buscar responsabilidades legales. Hinzpeter le retrucó que eso podía esperar. La prioridad, ahora y siempre, sería el rescate.

Una hora más tarde, Hinzpeter llamó a Piñera y regresó con una libreta completamente rayada con apuntes. El Presidente había pedido todos los detalles posibles. La reunión terminó pasadas las 21 horas.

-Esto es como un segundo terremoto. Otra vez los domingos de noche en La Moneda y quién sabe por cuánto tiempo -les dijo Hinzpeter a los ministros. Nadie se atrevió a decir una sola palabra.

La edad de Cristo

El gobierno dio entonces otro golpe de orden. La vocería única y oficial sobre los avances la haría Golborne. Sougarret, en tanto, explicaría los alcances técnicos. Había que bajar las expectativas, sin ser pesimistas, recalcando que se estaba haciendo «todo lo humanamente posible».

El lunes, Golborne dio una conferencia de prensa con renovado denuedo. Las siete máquinas Schramm avanzaban con decisión. La consigna era no errar. «La rapidez es enemiga de la precisión», dijo con voz firme. Ese día fue aplaudido por los familiares.

En Santiago, el Presidente hizo la reunión habitual de comité político y dio la orden de convocar a todos los sectores -horas después, Hinzpeter llamó a todos los presidentes de partido a La Moneda- y planteó que no había que criticar la anterior administración y que lo importante era dejar claro que el gobierno estaba haciendo todo lo posible.

Por la tarde, el Presidente volvió a la mina, esta vez junto a su esposa, Cecilia Morel. Golborne no había podido hablar con él. Quería hacerlo antes de que llegara a las faenas y se reuniera con los familiares: tenía que decirle que el panorama de rescate era sombrío. No pudo hacerlo. Sin tiempo, el ministro interceptó a Piñera en el trayecto del aeropuerto a la mina. Ahí recién pudo darle su diagnóstico.

Frente al campamento de los familiares y antes de ingresar a las faenas, la primera dama pidió detener el auto para atender a las personas que los saludaban. Eso atrajo a la prensa y obligó a la pareja a dar declaraciones.

La situación molestó a los familiares que esperaban al interior de una carpa ubicada en la zona de las faenas. Cuando Piñera ingresa y trata de hablar, le reclaman por haber conversado antes con la prensa. Es en ese momento de gran tensión que Cecilia Morel interrumpe y dice: «Todo fue culpa mía, yo fui la que decidió bajarse antes de lo previsto». Sus palabras distienden el ambiente.

Tras reunirse esta vez con 66 personas, dos por cada minero atrapado, el Presidente volvió a pedirles, elegantemente, que pusieran los pies en la tierra. «Esto no sólo está en nuestras manos, sino que también en las manos de Dios», les dijo.

La zigzagueante y tan castigada voluntad de los casi 300 familiares presentes en el campamento volvía a levantar cabeza. Y es que a ratos, el desierto descansa y deja sus agresiones de lado. El viento, seco y de una hosquedad ermitaña, dibuja formas y contornos en los cerros. Algunos pretenden ver rostros, otros mencionan la certeza de un milagro.

El martes, no pocos miraron la representación de San Lorenzo -patrono de los mineros- con ilusionado silencio. El obispo de Copiapó, Gaspar Quintana, ofició una nueva misa, a la cual acudió medio millar de personas desde toda la región. Pero en el campamento comenzaron las suspicacias. Sus insistentes críticas contra la minería y las grandes empresas a través de la prensa, sugiriendo un ligero intento por politizar el rescate, no cayeron bien entre los familiares.

También a comienzos de semana, el campamento, tal como la mina, comenzó a asentarse. Se vieron las primeras grietas entre los familiares. Algunos desconocieron abruptamente la autoridad del vocero Rodrigo Jofré. Desaparecieron un par de frazadas, uno que otro colchón. Voces de uno de los grupos instalados en el lado más cercano al pique denunciaron que hay familias que se están llevando la mercadería para Copiapó.

La orden de no escatimar en recursos, seguida al pie de la letra por la Intendencia y la Municipalidad de Copiapó, alimenta las dudas, por cuanto se reparte gratuitamente lo que la gente pida. Nadie está para hacer controles. Los donativos también son ilimitados. Van desde churrascos marinos -albacorilla frita en marraqueta-, aportados por los pescadores artesanales de Caldera, pasando por un puesto de churros -con luces de neón por las noches-, hasta bebidas, cigarrillos, pañales y lo que se necesite.

«Mineros y pescadores somos la misma cosa», aclaró uno de los generosos trabajadores marítimos de Caldera, en tanto revolvía un gigantesco cocimiento. «Uno no sabe si vuelve de la mar, como ellos no saben si salen de la mina». Pero algo volvería a rasgar el consuelo.

Golborne viajó el miércoles a Santiago para informar al Presidente. A su llegada a la capital, se enteró de que dos altos directores de Sernageomin dejarían su cargo. El director nacional, Alejandro Vio, estaba en duda. Golborne apoyó su remoción. Una encuesta realizada por La Moneda a mediados de semana dio cuenta de que Piñera y Golborne estaban bien evaluados, a diferencia de los dueños de la mina. Pero habría un nuevo traspié. Al final de la jornada, el ministro dio una entrevista en Telenoche, en la cual dijo que las posibilidades de encontrar a los mineros vivos eran bajas. El campamento volvería a incendiarse.

Golborne retornó el jueves por la noche. Tras reunirse con el comité de expertos, volvió a enfrentar a las familias. «Usted no puede tirarnos para abajo. Tiene que sacarlos vivos», le dijeron. El ministro alegó haber sido sacado de contexto. Las perforadoras superaban ya los 400 metros.

Nadie dijo que sería fácil. El día viernes, el campamento se desayunó con las declaraciones de Kemeny y Bohn a la prensa. Ambos, lejos de la autocrítica, sólo reconocían como error haber demorado el aviso del accidente a los familiares.

Hoy, La Moneda maneja tres escenarios, todos dramáticos. El primero es que las sondas no lleguen al refugio, pese a los recursos y la alta tecnología comprometidos.

El segundo es no detectar señales de vida. En tal caso, se definirá a continuación declarar la mina San José como un lugar sagrado y que no pueda volver a ser explotada o recuperar los cuerpos, una tarea que tardaría meses.

El tercero es encontrar sólo a una parte del grupo vivo y ejecutar el rescate contra el tiempo, mientras se contiene a los deudos. Luego, se produciría un nuevo dilema, que plantea el peor escenario posible: que nuevos derrumbes sepulten a los sobrevivientes antes de ser rescatados. En palabras simples, que todo haya sido en vano.

Se trata, al caer la tarde, de un tristísimo duelo -sin plazos y sin reglas- contra la incertidumbre. Conviene creer, dicen, que siempre habrá luces y pequeñas bocanadas de esperanza. Quizás una posibilidad de escape, del cual el insoportable calor del mediodía y el frío de las noches atacameñas nada saben.

-Mientras sigamos aquí, ellos nunca estarán muertos -comenta, al pasar, Alonso Contreras -tío del minero Carlos Barrios-, sin esclarecer si lo suyo es una alegoría o simple y prístina fe.

Pero también existe algo en lo cual todos piensan, sin mencionarlo una sola vez. ¿Qué tipo de abismo es el que tiene atrapados a los 33 mineros? Algunos, con diplomas de por medio, dicen que la rebeldía se quiebra a las 24 horas. El resto, aseguran, es una negra espera, orando al cielo por volver a escuchar un traqueteo que dé cuenta que alguien te está buscando. Problemas renales siguen a la deshidratación. Entonces comienzan las náuseas y el desplome. ¿Habrá alguien herido? ¿Acaso muerto? Una eternidad oscura y desesperanzadora es la única respuesta. Las máquinas, sin descanso ni margen de error alguno, están a pocos metros de encontrar lo que buscan. Machacan y machacan.

Fuente / La Tercera

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