El debate sobre inteligencia artificial (IA) en minería avanza, pero su aplicación a la exploración greenfield sigue prácticamente ausente. Los informes recientes se concentran en perforación dirigida, mantenimiento predictivo o control de plantas: omiten la fase que decidirá si tendremos yacimientos suficientes para la transición energética.
Las cifras son elocuentes. En Cesco Week 2025, Patricio Hidalgo (presidente ejecutivo de Anglo American Chile) calculó que, para honrar los acuerdos de París, habría que poner en marcha 80 minas del tamaño de Los Bronces y 60 como Quellaveco antes de 2040 —cuatro Quellaveco o seis Los Bronces cada año—. Además, BHP proyecta que el consumo de cobre alcanzará 50 Mt anuales en 2050, más del doble de la producción de 2024. Con el ritmo actual de descubrimientos, sencillamente no llegamos.
Aquí aparece la paradoja. La IA ha transformado tareas repetitivas, pero no destraba el estancamiento en hallazgos greenfield. La razón es conceptual. En procesamiento mineral —dosificar ácido o ajustar la molienda en tiempo real— abundan datos estables y retroalimentación inmediata. En exploración temprana, en cambio, los datos son fragmentarios y raramente describen lo que aún no se ha descubierto; el reto es generar hipótesis nuevas bajo incertidumbre extrema.
Medir un modelo sólo por su “precisión” puede ser contraproducente: un algoritmo perfecto para clasificar lo conocido se vuelve ciego a lo inédito. No obstante, la capacidad está ahí: una red neuronal clasifica más de un millón de imágenes en una hora (años para un humano); XGBoost evalúa miles de variables en minutos (semanas de análisis manual); y los modelos de ML manejan decenas de miles de atributos donde un experto apenas llega a quinientos. La potencia de cómputo existe; falta una arquitectura de decisión que la oriente.
Sin embargo, mientras los grandes modelos geológicos basados en IA maduran, podemos mejorar la asignación de recursos con modelos de optimización dinámica y opciones reales (herramientas que valoran decisiones secuenciales bajo incertidumbre). Con la información geológica, geofísica y logística disponible se estima probabilidad de hallazgo, costos y restricciones; una función objetivo —valor esperado ajustado por riesgo— prioriza y secuencia el presupuesto. Tras cada campaña, el modelo recibe nuevos datos, actualiza sus probabilidades (lógica bayesiana) y reasigna fondos hacia los blancos cuya relación “potencial/incertidumbre” mejora. La regla es transparente, auditable y reduce sesgos; la decisión final permanece en manos del equipo geocientífico y directivo. Eso sí: exige disciplina en la captura de datos y liderazgo para que el algoritmo no se convierta en una “caja negra”.
Este enfoque gestiona mejor el riesgo hoy; la creatividad será decisiva cuando integremos IA para plantear las próximas hipótesis de descubrimiento.
La IA ya rinde frutos en procesos minero-metalúrgicos donde los datos fluyen sin fricción; el desafío es trasladar parte de esa eficiencia al terreno incierto —y fascinante— de la exploración greenfield. Para convertir datos en conocimiento y algoritmos en descubrimientos necesitamos menos reverencia (o temor) a la tecnología y más colaboración interdisciplinaria: geólogos, geoquímicos, geofísicos, estadísticos y científicos de datos bajo un mismo techo. Sólo entonces la IA multiplicará nuestras capacidades sin sustituir lo que la hace verdaderamente valiosa: la capacidad humana de crear. Y, ante las metas de transición energética y desarrollo sostenible que se avecinan, esa creatividad —bien alimentada por algoritmos— es hoy un recurso tan crítico como el cobre.